El Fantasma

A trabajar

a) Entrando en el tema. Responde las preguntas.

1. ¿Usas el taxi como medio de transporte? ¿En qué situaciones?
2. ¿El clima altera tu estado de ánimo? Ejemplificá.
3. ¿Conocés a alguien que sea muy supersticioso? ¿Qué hace?
4. ¿Crees en fantasmas?
5. ¿De qué se trata el texto? Las pistas que te damos son: taxi, fantasma, lluvia.

b) Verifica la respuesta de la pregunta 5, dándole una miradita rápida al cuento.


Durante de la lectura
Respondé.
1. Describí el clima del día de los hechos.
2. ¿Cómo era el pasajero físicamente?
3. ¿Por qué Martín Cáceres se sentía tan incómodo durante el viaje?
4. Su amigo Peralta lo ayudó a descubrir lo sucedido. ¿Cómo?


Después de la lectura
a) Decilo como lo dice el texto.
1. Tengo que ir a las afueras de la ciudad.
2. Le costará menos caro ir en tren.
3. Está lloviendo mucho.
4. No tiene ganas de conversar.
5. ¿Qué le sucede?
6. A las cinco y cuarto llegaba al bar.
7. Peralta comía un bocadillo.
8. ¡El señor aun está esperando!
9. Date prisa.
10. Necesita llegar a Bernal antes de que salga el sol.

b) En pocas palabras le contás el cuento a un amigo que no lo leyo.





El fantasma
Por Julio Ardiles Gray



El 14 de julio de 1950, aniversario de la Revolución Francesa, a las 2 y 15 de la madrugada, Martín Cáceres ingresó con su taxi a la estación Constitución por la calle Lima. El cielo estaba rojizo, había algo de bruma y la llovizna no tardaría en lamer los árboles y las piedras.
La estación estaba desierta y las luces del alumbrado público se abrían paso dificulto¬samente dando a la escena una atmósfera de irrealidad como si todo se fuera a disolver en el momento menos pensado.
En la parada de taxis había un solo pasajero. Como siempre estaba mal iluminada y Martín Cáceres apenas pudo verle la cara a su posible cliente. Cuando frenó su Chevrolet vio que el hombre le hacía señas como si quisiera hablarle.
Bajó el vidrio empañado y una bocanada de aire frío se coló en el interior del coche haciéndole tiritar. Tuvo la sensación de que, junto con el frío, algo más se había instalado en su automóvil.
El hombre se agachó para hablar. Martín Cáceres quedó sorprendido por sus rasgos: usaba una barbita en punta como la de don Quijote y, le pareció, la piel era de una palidez enfermiza. Vestía un sobretodo de gabardina gris oscura y llevaba un paraguas en la mano. A su lado lo esperaba una enorme valija.
-Necesito ir a la provincia – dijo el hombre con una voz que parecía un susurro – Tengo suma urgencia-.
-¿Dónde? preguntó Martín Cáceres.
-Hasta Bernal.
El taxista reflexionó:
-¿Y por qué no toma el tren? Le saldrá más barato.
- Hay huelga –masculló el pasajero– debo estar en Bernal antes de la salida del sol.
El tono de la voz era de rabia e impotencia con un relente de súplica.
Martín Cáceres pensó un rato.
-En la provincia no corre el reloj. Hay que arreglar antes el viaje.
-¿Cuánto?– se impacientó el hombre.
El “tachero” pensó otro momento.
-Unos... sesenta pesos... Por si a la vuelta no encuentro pasajeros...
-¡Vamos! – dijo el hombre.
Martín Cáceres subió el vidrio. Tomó una franela que siempre guardaba en la guantera y comenzó a limpiar el parabrisas que también se había empañado. En ese momento comenzó a lloviznar. Sintió que el pasajero abría la puerta del taxi y luego la cerraba con fuerza. De inmediato arrancó.
Tomó rumbo al puente Pueyrredón. Cuando llegó al Riachuelo la garúa se había transformado en una lluvia monótona, persistente, tranquila.
Pasó el puente y tomó por la ruta 2. Desde la salida, el pasajero no había pronunciado palabra.
-Llueve fuerte – dijo tímidamente Martín Cáceres. El hombre no le contestó.
“Estará preocupado”, se dijo el chofer. Dos kilómetros antes de llegar a Sarandí, la lluvia cesó de pronto pero una neblina espesa se abatió sobre el camino con tal fuerza que las luces del coche apenas si podían iluminar a cinco metros. Más allá, una masa lechosa borraba los contornos de las calles, de las casas y de los postes.
Pasaron Sarandí. Martín Cáceres volvió a limpiar el parabrisas con la franela. Luego hizo lo mismo con el vidrio de la ventanilla.
- ¡Qué niebla! – dijo en voz alta.
El pasajero seguía mudo.
“Está bien” se dijo con rabia. “No quiere hablar. No hablaremos.”
Luego pensó: “Debe estar preocupado por algo muy grave”.
Cinco kilómetros antes de entrar en Villa Domínico, al chofer le entraron ganas de fumar. De la guantera extrajo un paquete de “Imparciales” y una caja de fósforos del bolsillo izquierdo de su chaleco.
Disminuyó la marcha. Dejó suelto el volante por unos segundos. Prendió el fósforo. Guardó la caja, tomó el volante con la izquierda y con la derecha se llevó el fósforo encendido al cigarrillo. Aspiró con fuerza. Sopló el fósforo y apagado, lo dejó caer en el cenicero. Aspiró otra bocanada. Bajó el vidrio de su ventanilla y lanzó hacia afuera el humo que había aspirado. Este fue a engrosar la niebla que comenzaba a adelgazarse.
Se acordó del pasajero y sin dar vuelta la cabeza levantó el paquete de “Imparciales”.
- ¿Fuma? – le preguntó al pasajero.
Este no se dignó contestarle.
Martín Cáceres tuvo un presentimiento. Pensó que el viejo podía estar descompuesto.
- ¿Le pasa algo? – insistió.
Como nadie le contestaba disminuyó la marcha del auto y se dio vuelta. El auto se clavó en el lugar por la brusca frenada.
Martín Cáceres sintió que no podía dominar su mandíbula inferior que se largó a castañetear como enloquecida. Un escalofrío le recorrió todo el cuerpo. En el asiento de atrás no había nadie. Pero estaban el paraguas y la valija.
¡Dios mío! – exclamó Martín Cáceres.
Primero estuvo tentado de abrir la puerta del taxi y salir huyendo. Pero la oscuridad lo contuvo. Comprendió que estaba más seguro dentro del coche aunque esa también era una sensación irracional.
Luego pensó en dirigirse a la comisaría más próxima. Más tranquilo se dio cuenta que se le iban a reír en la cara como ocurría siempre que sacaba a relucir sus supersticiones de provinciano.
Volvió la cabeza nuevamente y prendió la luz del interior del coche. Allí estaban, inmóviles, paraguas y valija, donde el pasajero, que ahora se había desvanecido, los había dejado.
Otro escalofrío, pero más breve, le recorrió el espinazo. Pero sacó fuerzas de donde no tenía y siguió mirando fijamente a la valija y al paraguas a la espera de que algo sobrenatural pasara con ellos.
Al cabo de cinco minutos dejó de mirarlos. Le dolían los ojos y la nuca. Además la valija y el paraguas seguían siendo eso: un paraguas y una valija.
Un poco más tranquilo se acordó de su amigo Rafael Peralta, gran lector de novelas policiales y de misterio. Pensó que él podría sacarlo del apuro. Luego, ambos irían hasta el Departamento Central de Policía, harían entrega de los objetos y denunciarían el caso.
Peralta era uno de los pocos colegas que no se burlaba de su tonada riojana. Además, lo protegía de las “cachadas” de otros “tacheros” habitúes de “El Arbolito”, el bar de Rivadavia y Cucha Cucha donde solían reunirse antes o después de cada turno para jugar una generala, tomarse un vinito o comerse un sandwich de lomo o milanesa.
Miró la hora. Eran las cuatro. Dentro de una hora su amigo Peralta iba a caer por el bar. Media hora después saldría a yirar con su “tacho”.
Viró en redondo y de nuevo se lanzó hacia la Capital. La niebla se había disipado por completo. Apretó el fierro a fondo.
A las 5 y 15 frenaba frente a “El Arbolito”. Antes de bajarse echó una mirada al asiento trasero para ver si aun estaban la valija y el paraguas. Después se levantó el cuello del sobretodo y empujó la puerta del bar.
En la última mesa del fondo, Peralta luchaba a dentelladas con un enorme sandwich de figazza. Al frente tenía una taza humeante de café con leche.
Se acercó. Lentamente le fue contando todo lo que le había ocurrido: la niebla, la llovizna, Constitución a las 2 de la madrugada, el viejo de la barbita a lo don Quijote, el paraguas y la valija.
Peralta terminó el sandwich, se bebió la taza de café con leche muy lentamente y luego con una servilletitas de papel se limpió la boca.
Tragó el último bocado y dijo lentamente:
- ¿Dónde tenés el tacho?
- Afuera – respondió tímidamente Cáceres.
Ambos salieron. Peralta echó una mirada dentro del auto. La valija y el paraguas seguían en el mismo sitio.
- ¿Por dónde subió el viejo?
- Por la derecha- le contestó Cáceres.
Peralta se rascó el mentón, frunció el entrecejo, se chupó una muela cariada y dijo:
-¡El viejo todavía está esperando en Constitución!
-¡Pero...! -Se atrevió a tartamudear Cáceres.
-¡Vamos! lo cortó Peralta.
Cuando llegaron a Constitución la noche comenzaba a borrarse en el cielo y por esa razón las luces estaban empalideciendo.
Debajo del resguardo de la parada de taxis estaba el viejo, erguido, mirando de izquierda a derecha, como si estuviera aguardando la llegada del taxi.
El miedo le agarrotó a Cáceres la pierna izquierda y lo hizo frenar bruscamente.
-¡Qué te pasa! – le gritó Peralta
¬-¡El viejo! – balbuceó despavorido el chofer.
-¡Y qué tiene, boludo! ¡Te está esperando! Sos vos el que lo dejó plantado. El viejo abrió la puerta de tu auto, la puerta de la derecha. Sobre el asiento dejó la valija y el paraguas. Como no se podía sentar sobre ellos cerró la puerta con fuerza y luego dio la vuelta para subir por la puerta izquierda. Vos, al sentir el golpe de la puerta creíste que el pasajero ya había subido y arrancaste.
Cáceres lo miraba a Peralta con la boca abierta.
Este se rió. Luego dijo:
- Apurate. ¡Pobre viejo! Tiene que llegar a Bernal antes de que amanezca. Vos sabés como son los vampiros: se acuestan en un cajón de muerto con las primeras luces del alba o desaparecen .


Rojizo: color rojo
Lamer: pasar la lengua.
Rasgo: facción del rostro
Mascullar: hablar entre dientes
Figazza: tipo de pan de superficie lisa y seca.
tonada riojana: acento típico de La Rioja (Argentina)
Guantera: compartimiento para guardar objetos en el coche.
Castañetear: hacer sonar los dientes de frío o miedo.
Burlarse: reírse de algo o alguien
Cachadas: burlas
Boludo: vulgar. Insulto o tonto, vago.
Tartamudear: hablar con la pronunciación entrecortada.



S.

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