El pequeño Heidelberg
Entrando en tema
1.
Pensá en tus amistades más antiguas. ¿Te acordás de
cómo se conocieron? ¿Qué estabas haciendo en esa época? ¿En qué circunstancias
se encontraban?
2.
¿Existe algún lugar en el mundo que consideres
especial? ¿Qué lo hace especial?
3.
Cada acontecimiento viene lleno de impresiones
sensoriales. Tus mejores momentos de diversión y descanso ¿a qué huelen?
4.
La traducción puede ser crucial. ¿Alguna vez la
traducción cumplió un papel decisivo en tu vida?
5.
Tomando en cuenta estas preguntas y el título del
cuento, ¿de qué se trata?
Durante la lectura
a) Decilo como lo dice el texto
1.
Nunca se habían hablado.
2.
Termina a las 12:00, salvo los fines de semana, cuando
el lugar recibe visitantes y tiene que quedarse abierto hasta que se vayan
todos.
3.
Inmigrantes refugiados de guerra o de la miseria.
4.
Los sábados alrededor de las 21:00.
5.
Las mujeres también se animan y se acercan a los
hombres si así lo quieren.
6.
Desde el fallecimiento de su mamá, la niña Eloisa iba sola.
7.
Era introvertida, nunca se animó a sacar a un hombre a
bailar.
8.
Ese perfume tan dulce podía devolver los mejores
momentos de la niñez.
9.
Eran extrovertidos, brindaban, se reían y hablaban
fuerte.
10.
Palabras que habían quedado grabadas en su memoria.
b) Respondé
1.
¿Cómo era la relación entre la niña Eloisa y el
Capitán?
2.
¿Cómo era el lugar donde se encontraban?
3.
¿Cómo describirías a los dueños del lugar?
4.
Describí a los clientes y sus hábitos.
5.
¿El lugar tenía reglas?
6.
La llegada inesperada de turistas escandinavos cumplió
un importante papel en el desenlace del cuento, ¿por qué?
7.
¿Qué sucedió después del “sí”?
El pequeño Heidelberg
Por Isabel Allende
Tantos años
bailaron juntos El Capitán y la Niña Eloísa, que alcanzaron la perfección. Cada
uno podía intuir el siguiente movimiento del otro, adivinar el instante exacto
de la próxima vuelta, interpretar la más sutil presión de la mano o desviación
de un pie. No habían perdido el paso ni una sola vez en cuarenta años, se
movían con la precisión de una pareja acostumbrada a hacer el amor y dormir en
estrecho abrazo, por eso resultaba tan difícil imaginar que nunca habían
cruzado ni una sola palabra.
El Pequeño Heidelberg es un salón de baile a cierta
distancia de la capital, ubicado en un cerro rodeado de plantaciones de
plátanos, donde además de buena música y de un aire menos bochornoso, ofrecen
un insólito guiso afrodisíaco aromatizado con toda suerte de especies,
demasiado contundente para el clima ardiente de esta región, pero en perfecto
acuerdo con las tradiciones que inspiraron al propietario, don Rupert. antes de
la crisis del petróleo, cuando se vivía aún en la ilusión de la abundancia y se
importaban frutas de otras latitudes, la especialidad de la casa era el struddel de manzana, pero después que del petróleo
quedó sólo un cerro de basura indestructible y el recuerdo de tiempos mejores,
hacen el struddel con guayabas o mangos. Las mesas, dispuestas
en un amplio círculo que deja al centro un espacio libre para el baile, están
cubiertas con manteles a cuadros verdes y blancos y las paredes lucen escenas
bucólicas de la vida campestre de los Alpes; pastoras con trenzas amarillas,
fornidos mocetones y vacas impolutas. Los músicos - vestidos con pantalones
cortos, calcetines de lana, suspensores tiroleses y sombreros de fieltro, que
con el sudor han perdido la prestancia y de lejos parecen pelucas verdosas - se
sitúan sobre una plataforma coronada por un águila embalsamada, a la cual,
según dice don Rupert, de vez en cuando le salen plumas nuevas. Uno toca el
acordeón, el otro un saxo y el tercero se las arregla con pies y manos para
hacer sonar simultáneamente la batería y los platillos. El del acordeón es un
maestro de su instrumento y también canta con cálida voz de tenor y un vago
acento de Andalucía. A pesar de su
disparatado atuendo de tabernero suizo es el favorito de las señoras asiduas al
salón y varias de ellas acarician la secreta fantasía de quedar atrapadas con
él en alguna aventura mortal, por ejemplo, un derrumbe o un bombardeo, donde
exhalarían contestas el último aliento envueltas por esos brazos poderosos,
capaces de arrancar tan desgarradores lamentos al acordeón. El hecho de que la
edad promedio de esas damas alcance los setenta años, no inhibe la sensualidad
evocada por el cantante, más bien le agrega el dulce soplo de la muerte. La
orquesta comienza su trabajo después de la puesta del sol y termina a
medianoche, excepto los sábados y los domingos, cuando el local se llena de
turistas y deben continuar hasta que el último cliente se retire en la
madrugada. Sólo interpretan polcas, mazurcas, valses y danzas regionales de
Europa, como si en vez de hallarse enclavado en el Caribe, el Pequeño
Heidelberg se encontrara a orillas del Rhin.
En la cocina reina doña Burgel, la esposa de don
Rupert, una matrona formidable a quienes pocos conocen, porque su existencia se
desliza entre ollas y pilas de verduras, concentrada en preparar platos
extranjeros con ingredientes criollos. Ella inventó el struddel de frutas tropicales y ese guiso afrodisíaco capaz de
devolverle el vigor al más apabullado. Las mesas son atendidas por las hijas de
los dueños, un par de sólidas mujeres, perfumadas a canela, clavo de olor,
vainilla y limón, y algunas otras mozas de la localidad, todas de mejillas
rubicundas. La clientela habitual se compone de emigrantes europeos llegados al
país escapando de alguna guerra o de la pobreza, comerciantes, agricultores,
artesanos, gentes amables y sencillas, que tal vez no siempre lo fueron, pero a
quienes el paso de la vida ha nivelado en esa benévola cortesía de los viejos
sanos. Los hombres llevan corbatas de mariposa y chaquetas, pero a medida que
el sacudimiento del baile y la abundancia de cerveza les calienta el alma, van
despojándose de lo superfluo hasta quedar en camisa. Las mujeres visten de
colores alegres y estilo anticuado, como sí sus trajes hubieran sido rescatados
del baúl de novia que trajeron al inmigrar. De vez en cuando aparece un grupo
de adolescentes agresivos, cuya presencia es precedida por el bochinche
atronador de sus motos y la sonajera de botas, llaves y cadenas, y que llegan
con el único propósito de burlarse de los viejos, pero el incidente no pasa de
una escaramuza, porque el músico de la batería y el saxofonista están siempre
dispuestos a arremangarse e imponer orden.
Los sábados, a eso de las nueve de la noche, cuando ya
todo el mundo ha saboreado su ración del guiso afrodisíaco y se ha abandonado
al placer del baile, aparece La Mexicana y se sienta sola. Es una cincuentona
provocativa, mujer de cuerpo galeón - quilla alta, barrigona, amplia de popa,
rostro de mascarón de proa - que luce un escote maduro, pero aún turgente, y
una flor en la oreja. No es la única vestida de bailadora flamenca, por
supuesto, pero en ella resulta más natural que en las otras señoras de pelo
blanco y cintura triste que ni siquiera hablan un español decente. La Mexicana
bailando la polca es una nave a la deriva en olas abruptas, pero al ritmo del
vals parece deslizarse en aguas dulces. Así la vislumbraba a veces en sueños El
Capitán y despertaba con la inquietud casi olvidada de su adolescencia. Dicen
que El Capitán provenía de una flota nórdica cuyo nombre nadie pudo descifrar.
Era experto en barcos antiguos y rutas marinas, pero todos esos conocimientos
yacían sepultados en lo profundo de su mente, sin la menor posibilidad de ser
útiles en el paisaje caliente de esta región, donde el mar es un plácido
acuario de aguas verdes y cristalinas, inapropiado para la navegación de los
intrépidos barcos del Mar del Norte. Era un hombre alto y seco, un árbol sin
hojas, la espalda tiesa y los músculos del cuello todavía firmes, vestido con
su chaqueta de botones dorados y envuelto en esa aura trágica de los marinos
retirados. No se le escuchó nunca ni una palabra en español o en algún otro
idioma conocido.
Treinta años atrás don Rupert dijo que El Capitán era
seguramente finlandés, por el color de hielo de sus pupilas y la justicia
irrenunciable de su mirada, y como nadie lo pudo contradecir, acabaron por
aceptarlo. Por lo demás, en el Pequeño Heidelberg el idioma carece de
importancia, pues nadie va allí a conversar.
Algunas reglas del comportamiento han sido
modificadas, para comodidad y conveniencia de todos. Cualquiera puede salir a
la pista solo o invitar a alguien de otra mesa, y las mujeres también toman la
iniciativa de aproximarse a los hombres, si así lo desean. Es una solución
justa para las viudas sin compañía. Nadie saca a bailar a La Mexicana, porque
se entiende que ella lo consideraría ofensivo, y los caballeros deben aguardar,
temblorosos de anticipación, que ella lo haga. La mujer deposita su cigarro en
el cenicero, descruza las feroces columnas de sus piernas, se acomoda el
corpiño, avanza hasta el escogido y se le planta al frente sin una mirada.
Cambia de pareja en cada baile, pero antes reservaba por lo menos cuatro piezas
para El Capitán. Él la cogía por la cintura con su firme mano de timonel y la
guiaba por la pista sin permitir que sus muchos años le cortaran la
inspiración.
La más antigua parroquiana del salón, que en medio
siglo no faltó ni un sábado al Pequeño Heidelberg, era la Niña Eloísa, una dama
diminuta, blanda y suave, con piel de papel de arroz y una corona de cabellos
transparentes. Por tanto tiempo se ganó la vida fabricando bombones en su
cocina, que el aroma del chocolate la impregnó totalmente y olía a fiesta de
cumpleaños. A pesar de su edad, aún guardaba algunos gestos de la primera
juventud y era capaz de pasar toda la noche dando vueltas en la pista de baile
sin descalabrarse los rizos del moño ni perder el ritmo del corazón. Había
llegado al país a comienzos del siglo, proveniente de una aldea al sur de Rusia,
con su madre, quien entonces era de una belleza deslumbrante. Vivieron juntas
fabricando chocolates, ajenas por completo a los rigores del clima, del siglo y
de la soledad, sin maridos, sin familia, ni grandes sobresaltos, y sin más
diversión que El Pequeño Heidelberg cada fin de semana. Desde que murió su
madre, la Niña Eloísa acudía sola. Don Rupert la recibía en la puerta con gran
deferencia y la acompañaba hasta su mesa, mientras la orquesta le daba la
bienvenida con los primeros acordes de su vals favorito. En algunas mesas se
alzaban jarras de cerveza para saludarla, porque era la persona más anciana y
sin duda la más querida. Era tímida, nunca se atrevió a invitar a un hombre a
bailar, pero en todos esos años no tuvo necesidad de hacerlo, porque cualquiera
constituía un privilegio tomar su mano, enlazarla por el talle con delicadeza
para no descomponerle algún huesito de cristal y conducirla a la pista. Era una
bailarina graciosa y tenía esa fragancia dulce capaz de devolverle a quien la
oliera los mejores recuerdos de su infancia.
El Capitán se sentaba solo, siempre en la misma mesa,
bebía con moderación y no demostró jamás ningún entusiasmo por el guiso
afrodisíaco de doña Burgel. Seguía el ritmo de la música con un pie y cuando la
Niña Eloisa estaba libre la invitaba, cuadrándosele al frente con un discreto
chocar de talones y una leve inclinación. No hablaban nunca, solo se miraban y
sonreían entre los galopes, escapes y diagonales de alguna añeja danza.
Un sábado de
Diciembre, menos húmedo que otros, llegó al pequeño Heidelberg un par de
turistas. Esta vez no eran los disciplinados japoneses de los últimos tiempos,
sino unos escandinavos altos, de piel tostada y cabellos pálidos, que se
instalaron en una mesa a observar fascinados a los bailarines. Eran alegres y
ruidosos, chocaban los jarros de cerveza, se reían con gusto y charlaban a
gritos. Las palabras de los extranjeros alcanzaron al Capitán en su mesa y
desde muy lejos, desde otro tiempo y otro paisaje, le llegó el sonido de su propia lengua,
entero y fresco, como recién-inventado, palabras que no había oído desde hacía
varias décadas, pero que permanecían intactas en su memoria. Una expresión
suavizó su rostro de viejo navegante, haciéndolo vacilar por algunos minutos
entre la reserva absoluta donde se sentía cómodo y el deleite casi olvidado de
abandonarse en una conversación. Por último se puso de pie y se acercó a los
desconocidos. Detrás del bar, don Rupert observó al Capitán, que estaba
diciendo algo a los recién llegados, ligeramente inclinado, con las manos en la
espalda. Pronto los demás clientes, las mozas y los músicos se dieron cuenta de
que ese hombre hablaba por primera vez desde que lo conocían y también se
quedaron quietos para escucharlo mejor. Tenía una voz de bisabuelo, cascada y
lenta, pero ponía una gran determinación en cada frase. Cuando terminó de sacar
todo el contenido de su pecho, hubo tal silencio en el salón que doña Burgel
salió de la cocina para enterarse si alguien había muerto. Por fin, después de
una pausa larga, uno de los turistas se sacudió el asombro y llamó a don Rupert
para decirle, en un inglés primitivo, que lo ayudara a traducir el discurso del
Capitán. Los nórdicos siguieron el viejo marino hasta la mesa donde la Niña
Eloisa aguardaba y don Rupert se aproximó también, quitándose por el camino el
delantal, con la intención de un acontecimiento solemne. El Capitán dijo unas
palabras en su idioma, uno de los extranjeros lo interpretó en inglés y don
Rupert, con las orejas rojas y el bigote tembleque, lo repitió en su español
torcido.
-Niña Eloisa, (...)
(...) pregunta El Capitán si
quiere casarse con él.
La frágil anciana se quedó sentada con los
ojos redondos de sorpresa y la boca oculta tras su pañuelo de batista, y todos
esperaron suspendidos en un suspiro, hasta que ella logró sacar la voz.
-¿No le parece que esto es un poco
precipitado? - musitó.
Sus palabras pasaron por el tabernero y
los turistas y la respuesta hizo el mismo recorrido a la inversa.
-El Capitán dice que ha esperado cuarenta
años para decírselo y que no podrá esperar hasta que se presente de nuevo
alguien que hable su idioma. Dice que por favor le conteste ahora.
-Está bien -
susurró apenas la Niña Eloisa y no fue necesario traducir la respuesta, porque
todos la entendieron.
Don Rupert, eufórico, levantó ambos brazos
y anunció el compromiso, El Capitán besó las mejillas de su novia, los turistas
estrecharon las manos de todo el mundo, los músicos batieron sus instrumentos
en una algarabía de marcha triunfal y los asistentes hicieron una rueda en
torno de la pareja. Las mujeres se limpiaban las lágrimas, los hombres
brindaban emocionados, don Rupert se sentó ante el bar y escondió la cabeza entre
los brazos, sacudido por la emoción, mientras doña Burgel y sus dos hijas
destapaban botellas del mejor ron. Enseguida los músicos tocaron el vals del Danubio Azul y todos despejaron la
pista.
El Capitán tomó de la mano a esa suave
mujer que había amado sin palabras por tanto tiempo y la llevó hasta el centro del salón, donde bailaron con
la gracia de dos garzas en su danza de bodas. El Capitán la sostenía con el
mismo amoroso cuidado con que en su juventud atrapaba el viento en las velas de
alguna nave etérea, conduciéndola por la pista como si se mecieran en el
tranquilo oleaje de una bahía, mientras le decía en su idioma de ventiscas y
bosques todo lo que su corazón había callado hasta ese momento. Bailando y
bailando El Capitán sintió que se les iba retrocediendo la edad y en cada paso
estaban más alegres y livianos. Una vuelta tras otra, los acordes de la música
más vibrantes, los pies más rápidos, la cintura de ella más delgada, el peso de
su pequeña mano en la suya más ligero, su presencia más incorpórea. Entonces
vio que la Niña Eloísa iba tornándose de encaje, de espuma, de niebla, hasta
hacerse imperceptible y por último desaparecer del todo y él se encontró
girando y girando con los brazos vacíos, sin más compañía que un tenue aroma de
chocolate.
El tenor le indicó a los músicos que se
dispusieran a seguir tocando el mismo vals para siempre, porque comprendió que
con la última nota El Capitán despertaría de su ensueño y el recuerdo de la
Niña Eloísa se esfumaría definitivamente. Conmovidos, los viejos parroquianos
del Pequeño Heidelberg permanecieron inmóviles en sus sillas, hasta que por fin
La Mexicana, con su arrogancia transformada en caritativa ternura, se levantó y
avanzó discretamente hacia las manos temblorosas del Capitán, para bailar con
él.
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